En la confluencia entre el siglo XVI y XVII nuestra ciudad asiste a un crecimiento continuo, es una ciudad cada vez más populosa, como consecuencia de la importancia política que va adquiriendo y que aumentará con el regreso de la capitalidad de la monarquía hispánica bajo Felipe III.
Valladolid tenía que estar ahora a la altura de las nuevas circunstancias políticas y sociales. La capital del Imperio español debía remozarse y presentar un aspecto digno, alejada de su tradicional visión de ciudad sucia, maloliente y polvorienta.
El cambio de aspecto se apreció en las obras urgentes de pavimentación, acometidas en 1604. Las obras comenzaron con el adecentamiento de las vías de entrada a la misma. El Puente Mayor fue empedrado hasta la ermita del Humilladero del Cristo de la Pasión, al inicio del camino del Prado que conduce a las casas y riberas del Duque de Lerma y a la zona de la Huerta del Rey. También se arreglaron otros caminos que salían del Puente Mayor, el camino Norte a Cigales y Fuensaldaña -camino del vino-, el camino del Centro a Zaratán y Villanuela, que provee de harina y pan a la ciudad, y el camino del Sur o del Prado en dirección a La Flecha.
Estas obras son caras y el Municipio debe sufragarlas con el cobro de las alcabalas del aceite y jabón en el Puente Mayor. El gremio del vino también soporta el costo de la obra, al considerar el Ayuntamiento que el trasiego de los carros de vino es una de las causas de los desperfectos, algo así como si fuera un impuesto de circulación.
Como ya se ha indicado, la zona entre el Puente Mayor y el Monasterio del Prado se convirtió en la zona de esparcimiento, impulsado por la preferencia del valido Lerma por estas riberas, tradicionales zonas de huertas. El pueblo también paseaba por el Pradillo de San Sebastián, con su fresca plantación de álamos formando calles; otro espacio frecuentado era la explanada de La Victoria, justo delante del Monasterio del mismo nombre.
El Palacio de la Ribera se concibió como una zona de recreo para el Rey que le hiciera olvidar los Reales Sitios de Aranjuez y los pinares de Valsaín. Eran un complejo entramado de palacios, templetes, fuentes, parques, miradores sobre el río desde los que se admiraban los espectáculos diversos, tales como los intentos de navegación del Pisuerga, fuegos de artificio, espectáculos taurinos tan pintorescos como el despeño de toros, ...
Al no poderse veneficiar esta zona de la ciudad del abastecimiento de aguas de la conducción de Argales, el Municipio resolvió en 1603 solucionar el problema de abastecimiento con el aprovechamiento del agua de la "Fuente del Sol", que fue canalizada bajo proyecto de Juan de Nates, levantándose su terminal delante del Monasterio de Nuestra Señora de la Victoria. Los Palacios de la Ribera solucionaron el problema de la carestía de aguas con el ingenioso artilugio del general Zubiarre para bombear agua del Pisuerga.
Pero 1606 habría de poner las cosas en claro, en su sitio. El regreso de la Corte a Madrid fue un duro golpe para la ciudad que vio como se iba el Rey, la Corte, las grandes casas de la nobleza, ..., sin olvidar la merma de mercaderes y comerciantes. A partir de este momento el declive es constante a lo largo del siglo XVII, en consonancia con el desastre político y económico de la monarquía.
Para colmo de males la ciudad no sólo sufrió una despoblación y una pérdida de poder en todos los órdenes, sino también las iras del Pisuerga. El 4 de febrero de 1636, a causa del deshielo rápido, el Pisuerga cubrió el Puente Mayor, inundó completamente el Monasterio de la Victoria, Hospital de San Lázaro, convento de San Bartolomé,... En las tapias del Convento de Santa Teresa aún puede leerse hasta donde llegó la crecida.
El Puente Mayor, nexo entre las dos orillas de una misma ciudad, se fue deteriorando casi tan rápidamente como la ciudad, siendo sometido a "parches" o reparaciones puntuales en 1610, 1620, 1624, 1626,1 635, 1646, etc. que no fueron capaces de parar su progresivo deterioro.
A pesar de la decadencia de la ciudad, el espacio del arrabal de La Victoria todavía vio nacer un nuevo asentamiento monástico. Sobre las ruinas del Hospital de San Bartolomé comenzó a levantarse un convento de Monjas Trinitarias, que ocupaba el espacio de la actual plaza del mismo nombre. Fue derribado en 1837.